Lohana, madre trava. Furiosa. Referente. Enojona. Irreverente. Feminista. La vecina gorda del fondo. Salteña. Indígena. Ciudadana del mundo. Era todo eso y más. Fue la primera en hacer tantas cosas que si algún día la Iglesia Católica, en la que creía fervientemente, la canonizara la podría nombrar Santa Lohana La Pionera.
Nació en Salta hace más años que los que se atrevía a reconocer, en un pueblo cerca de la frontera con Bolivia. El padre fue intendente del pueblo. "Peronista, eh, nada de radichetas y esas cosas, mi viejo era peronista", decía separando la última palabra en sílabas. Como cuando decía de sí misma "yo soy comunista, co-mu-nis-ta, como el Che y mi amiga la Mariela" (hija de Raúl Castro; directora del CENESEX(1) y principal embanderada de la causa antidiscriminación de las personas LGBTIQ). Tenía todes les hermanes que podía tener, vivían en una casa grande y "nunca compartimos la cama". Esa era su medida para decirnos que eran de clase media, no como sus primes que sí dormían amontonades en los colchones que entraban en los ranchos.
Pero de toda esa familia eligió a sus hermanas para que la acompañen hasta el final. No tuvo hijxs, pero sí sobrinas y sobrinos. Virginia, una de las más grandes y de sus preferidas, se está por recibir de abogada y trabaja en Violencia Institucional en el Ministerio de Seguridad de la Nación. Una tarea ardua para alguien que vio sufrir a su tía los embates y persecuciones de la maldita policía en los ochentas y noventas. En Salta, en La Matanza, en Buenos Aires.
En todos lados, a las travas las perseguían, las echaban, las desterraban. Las hacían migrar forzosamente. Especialmente de Salta, que es una provincia que pareciera dedicarse a la producción y expulsión de travas, maricas y tortas.
Una vez a Lohana la escuché decir que ella desde que nació que estaba en un cuerpo equivocado. Se desdijo al toque: ella se había construido como trava. Y le había costado sangre, sudor, lágrimas y litros de aceite de avión tener el cuerpo que quería.
A los nueve el padre la cagó a chancletazos por haberse disfrazado de mujer. Quería ver qué se sentía vestirse como su mamá y sus hermanas. "Marica de mierda", le dijeron a los trece y se terminó yendo a la casa de su tía en Salta Capital.
Corpiños con medias. Maquinita por todos lados. Ropa ajustada. Aprender a esconder la pija. Aprender a correr de la policía. A resistir los golpes. Aprender a distinguir cuándo un cliente era peligroso. Qué hacer con un tipo que en el medio de la ruta en la impunidad de su auto se iba de las manos y quería algo que ella no estaba dispuesta a hacer. Buscar referentes, madres travas que la apañaran. Que le enseñaran. Madres que la abrazaran a la vuelta de la jornada agotadora bajo la lluvia en la calle. Que le enseñaran los códigos del lenguaje trava. Que le llevaran comida a la cárcel. Que le hicieran el teje para llegar a Buenos Aires.
Un día, cuando la dictadura ya había terminado y los códigos contravencionales volvían a hacer estragos entre las travas y maricas, Lohana llegó a La Matanza. No sé si vino en micro, en tren, haciendo dedo. A veces decía que había venido en avión y nos la quedábamos mirando haciendo el esfuerzo cotidiano de acordar con ella el verosímil sin pretender veracidad.
Sus historias cambiaban siempre. De un momento a otro. Pero todo dentro de un universo de posibilidades. A una legisladora del Pro(2) , en una reunión y con la cara seria, inmutable le dijo que había más de 100 mil travestis sólo en la Provincia de Buenos Aires. La legisladora devenida alta funcionaria se quedó boquiabierta, con la mirada absorta en la cara de su interlocutora. Funcionó. Nadie se atrevía a desmentirla. Y por eso también era agotador discutir con ella. No había manera de que no te tirara las muertas sobre la mesa. De que no te cerrara un argumento con el funeral improvisado de una compañera con un cajón de madera balsa.
Pero era divertida, se reía de las tragedias propias y ajenas con una carcajada inmensa que le salía de adentro. Se le iluminaban los pómulos cada vez que se reía. Era hermosa. Cuando lloraba también. Como cuando se murió Néstor. Estuvo horas parada en el mismo lugar de la plaza llorando, secándose los mocos con un pañuelo de tela. "¿Quién nos va a escuchar a las travas ahora?". Ella nunca fue peronista. Desde que se afilió en los noventa al PC, siguió siempre siendo de sus filas. Pero les Kirchner la interpelaban. Le gustaban. Y qué hubiera sido de sus últimos emprendimientos sin Aníbal Fernández.
El PC(3) la llevó a leer. A formarse. A conocer a las feministas latinoamericanas como Claudia Korol y Liliana Daunes. A tener su primer trabajo formal: secretaria de Patricio Etchegaray, representante en la primera legislatura porteña. Edificio al que después intentó entrar a la fuerza con la batahola de vendedores ambulantes en 2004. Intentaron prender fuego las mismas puertas que unos años antes se le habían abierto de par en par para recibirla. Y que volverían a hacerlo en 2007 cuando Diana Maffía la convocó como asesora en Derechos Humanos.
Lohana era así: incómoda, irreverente. Cuando había que romper, rompía. Cuando había que negociar, negociaba. Pero quieta no se quedaba nunca.
Con esa misma energía arrolladora, en 2006 logró que la Inspección General de Justicia le diera la personería jurídica a la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual. Desde esa trinchera se armaron miles de cosas: Juicios al Estado por el derecho a la identidad de género. Charlas. Viajes. Conferencias. Libros como "Cumbia, copeteo y lágrimas"(4) , donde entre investigadoras y militantes hicieron estudios de campo para plasmar la vida, obra y muerte de las travestis argentinas.
En 2010, también desde ALITT, se inauguró la primera cooperativa de trabajo para travestis y transexuales en América Latina, le pusieron Nadia Echazú. Una trava que había sido amiga y mentora de Lohana en los noventa. Que la había acercado al movimiento gay. A las primeras marchas del orgullo. A Carlos Jáuregui, César Cigliuti, Marcelo Ferreyra, Ilse Furskova, Alejandra Sardá, Fabiana Tron. La créme de la créme del incipiente movimiento por la disidencia sexual.
Con ese grupo heterogéneo y potente, Lohana dio sus primeros pasos en la teoría de la identidad de género. Se fue de AMMAR(5), la asociación que con otras prostitutas habían armado para defender sus vidas y conseguir una salida a la situación que vivían, y se decidió a luchar como travesti. Porque "hace falta coraje para ser mariposa en este mundo de gusanos capitalistas".
En 2011, junto a la CHA, al MAL, a Futuro Trans y otras organizaciones y activistas, participó del Frente Nacional por la Ley de Identidad de Género(6). Meses de reuniones eternas dieron fruto al proyecto más de avanzada sobre el tema en el mundo. Una ley que terminó aprobándose con un consenso inusitado en las cámaras nacionales. Una ley que se corría de la patologización, de la judicialización, de la criminalización, de la discriminación, y abría el derecho al servicio de los sujetos tal y como se perciben y muestran ante el mundo.
Pero por convicción histórica y testarudez, Lohana le hizo juicio al Estado. Quería que el Poder Judicial dictaminara a su favor. Después de años de persecución quería una reparación. Finalmente, la justicia falló. Tras los peritajes, declaraciones eternas y testigos que dieran fe de que ella era quien decía que era. Malú Moreno, amiga y compañera de Lohana desde la Defensoría de la Ciudad en los 2000, en la Legislatura y en el Observatorio de Justicia y Género de la Ciudad, fue a declarar. El juez dijo el nombre que la familia le había puesto a Lohana al nacer y no lo reconoció. Alguna vez lo había escuchado, pero hacía años. Su amiga se llamaba Lohana.
Originalmente quería ser Ana, pero en Salta se les agrega un artículo a los nombres: La Paula, El Federico. Lohana tenía un tío que era más duro de roer que una piedra y, además, era bruto como él solo y decía "La Paula, Lo Federico". A ella le decía "Lo Ana". No tiene mucha magia la anécdota, ella la contaba más florida, más como la habría contado su amiga la Lemebel(7). Pero así fue que construyó su nombre, con un lo adelante. Lohana.
Con ese nombre recorrió el mundo. Fue a la ONU a llevar la voz de las travas, de las negras, las marrones y las pobres. Con ese nombre fue lesbiana una temporada. Se enamoró de una activista paraguaya que vivía en España. Un amor imposible, pero de película. Una vez las vi encontrarse en una actividad. Se miraron como solos amantes de Adrienne Rich (8) pueden mirarse. Dos amantes de la misma generación, dos amantes del mismo género. Apasionadas. Melancólicas. Alegres. Hermosas.
Ya en los últimos años no quería vivir con un chongo en su casa. Ni siquiera con una chonga. Sí le encantaba recibir en su casa en Barracas a sus amigas y hacer empanadas salteñas fritas. Con mucha papa. Yo creo que porque era más fácil para cortar que la carne. Le gustaba que a su alrededor todes fuéramos felices y nos divitriéramos. Pero que nos pusiéramos la camiseta, preferentemente la suya, y saliéramos a dar la batalla.
Nos llevaba a alianzas inauditas, como la vez que consiguió que Diego Santilli fuera a una actividad de nuestro despacho feminista en la Legislatura para presentar la ley por la cual en la Ciudad las personas iban a ser reconocidas por su nombre y género de elección, tres años antes que saliera la Ley Nacional de Identidad de Género. O cuando en los ?90 fue a la marcha del 24 de marzo y les discutió el argumento biologicista a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Sé que Hebe la debe haber llorado cuando se murió. Eran amigas y compañeras: la Berkins se recibió de Licenciada en Periodismo por la Universidad Popular de Madres de Plaza de Mayo. Nunca la vi escribir un mail completo sin pedir ayuda, pero hacía las mejores preguntas. Esas que incomodan porque te develan el privilegio que se esconde detrás de tu comentario, por más inocente que sea.
Tenía una capacidad de síntesis y para generar titulares que era asombrosa. En cualquier reunión tiraba una o dos frases que terminaban siendo consigna en la siguiente marcha:"Atención, atención, atención, atención, debajo de la silicona también late un corazón".
Y latió hasta el último minuto que pudo. Su cuerpo no dio más. Años de lucha contra las secuelas de la represión, la enfermedad, la tristeza acumulada de tantas despedidas injustas y a destiempo. Pero murió acompañada de sus amigas, de sus compañeras, de sus hermanas y sobrinas. Con cientos de personas haciendo cadenas de oración por ella. Llevando velitas al Hospital Italiano. Pegando guirnaldas de corazones en las plazas de los barrios por nuestra madre trava. Murió como una señora burguesa, habría dicho ella. Su último gesto de dignidad fue poder morir con su nombre. La velamos en la Legislatura. Con una guardia de compañeras del PC que no se movieron de su lugar durante toda la jornada, con el puño apretado y la sonrisa firme. Gracias a la vaquita colectiva, Lohana fue enterrada en Salta, en la tierra de su familia, cerca de sus padres. Con una lápida que lleva su nombre propio.
Lohana y yo no fuimos amigas. Ella fue mi referente. Me enseñó a ver mis privilegios y a desarmarlos. Me retó. Me abrazó cada vez que lo necesité. Y me secó las lágrimas de amores no correspondidos. Lohana fue mi madre trava y a ella le debo la vida y la alegría de esta lucha que empezó antes que ella y que va a seguir mientras haya una sola trava llorando injusticia en algún rincón del mundo.